lunes, 23 de mayo de 2011

El castillo de Dulzaida

Tras unos días fuera de internet, caminando por parajes de cuentos, ahí va un relato sobre algo que pude ver... ¿porqué no? ;) Ambientado por la música de Find Emma

Musgo, frondosos caminos, barro, hojarasca... Y ahí enclavado, el Castillo de Dulzaida.
Bajaba cada mañana la carretera de piedra en el coche, o esa era la versión oficial, para abrir sus puertas y esperar en la caseta de la entrada a que vinieran los visitantes.
Era un sitio poco conocido, pero siempre se formaba un buen grupo por la mañana, y otro más pequeño por la tarde.
Ella les enseñaba su historia, su construcción, el patio de armas, recorrían los pasillos inferiores, les enseñaba el huerto, subían por las escaleras de caracol, visitaban algunas estancias, la torre de la princesa (bueno, la antigua), y hasta un pasadizo secreto, pero sólo el más corto.
Luego los despachaba a todos. Cerraba bien con el candado, daba de comer a Bobby, el perro que cuidaba el lugar por las noches de los intrusos, y cogía de nuevo el coche. Sólo que una vez llegaba a la tercera curva, se metía un poco en el bosque y dejaba el automóvil tapado entre unos matorrales. Lo recubría con una manta de hojas, le quitaba la matrícula y los objetos personales y se ponía a caminar. Al lado de un árbol, uno como otro cualquiera, palpaba el suelo, levantaba una trampilla y descendía unas escaleras sin dejar rastro. Unos minutos entre pasadizos, cruces y señales falsas y por fin una pared. Accionaba una piedrecita, esperaba y decía una contraseña.
Entonces le abría un señora vestida de sirvienta y le saludaba.
-¿Ha tenido un buen día señorita?
Le ayudaba a quitarse esas ropas tan estrafalarias y le ponía un suntuoso vestido mientras le trenzaba el pelo decorándolo con perlas.
-¿Como está el huerto? - le preguntaba mientras- ¿Y Bobby se porta bien?
Totalmente arreglada subía unas escaleras y la majestuosidad del Castillo le envolvía, con sus tapices colgando, las lamparas y los candelabros, los escudos de armas, las barandillas de oro.
Saludaba a la reina que solía estar tomando el té y pasaba por el salón donde el príncipe tenía a esa hora su clase de esgrima.
-¿Les has contado lo de siempre? - le preguntaba- ¿Alguna novedad?
Y esa noche, mientras se acercaba al jardín trasero para asistir a su clase de canto, se encontró con el ama de llaves y le dijo discretamente.
- Hay que decir a Celestina que no vuelva a acercarse al ala este porque uno de los visitantes le ha visto y se ha pegado un buen susto. He conseguido convencerle que era una señora del pueblo que venía a limpiar.
- No se preocupe princesa, yo hablare con ella.

domingo, 8 de mayo de 2011

PARA FER y NALIA

Blind Pilot me dio el fondo perfecto para este texto. Un descubrimiento encantador! (escuchad los coros escondidos al final en la voz de una chica) Y la foto es de un escaparate que suelo ver. La protagonista, una mezcla de una niña a la que pillé mirando una vez y una joven con la que me choqué un día.






El vestido lo había visto en el escaparate de una tienda, ahí puesto, sobre un maniquí sin cabeza. Quizá eso quería decir algo, pero no lo pensó.
No era demasiado llamativo, más bien sencillo, como siempre había imaginado; por que eso es algo que todas, desde niñas, imaginan alguna vez.
Con su madre había ido a comprar los zapatos, blancos y con mucho tacón (ella no era muy alta); Y su tía le había regalado un tocado muy elegante.
Quedaba sólo un mes y tenía una enorme hoja pegada en el frigorífico de su casa en la que iba tachando lo que ya había hecho, como encargar las flores, distribuir las mesas, elegir los detalles... Y en la mesa del salón, una caja llena de invitaciones.

Ese mediodía fue a casa de su madre a comer. En la cocina, de la ventana que daba al patio, siempre abierta, podía escuchar los cuchicheos de las vecinas. Siempre conversaban mientras cocinaban, recubriendo las paredes blancas de cotilleos, gritos de sorpresa, indignación... Pero estos últimos meses la frase que más salía de sus bocas y resonaba entre las plantas y el olor a cocido, era "la boda de tu hija", lo que hacía que la cara de su madre mostrara una mezcla de orgullo e incomodidad.
Nada más llegar, se sentó en la mesa y abrió una carta de una antigua compañera de facultad que su madre había dejado en el recibidor. Hablaba de una casa en el campo, de un trabajo agobiante, de un niño pequeño que había nacido con un problema, de una caravana que se acababa de comprar... La leyó y se quedó unos segundos mirando las baldosas pulcramente limpias que tanto le recordaban a su niñez.
Era el primer momento desde que habían anunciado que se casaban que había permitido vagar su mente y dejarla libre.
-Mamá
-¿Si hija? - dijo ésta mientras revolvía algo frente a los fuegos.
-No voy a casarme.
Y las dos callaron.
Su madre ya lo sabía. Pero ella no. Había necesitado seguir con esa parafernalia para darse cuenta de que no quería hacerlo. De que era algo banal y absurdo, de que se podía vivir sin ese título y ser igual de feliz, de que no podía sucumbir ante algo que se había desvirtuado.
-Mamá - volvió a repetir.
-¿Si hija?
-¿Vamos esta tarde a devolver los zapatos?
Y su madre asintió mientras seguía pelando alguna verdura.